LAS MIL Y UNA FORMAS DE LOS SUEÑOS - 1
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Es increíble cómo en momentos de incertidumbre, algunos de los soñadores más empedernidos salen a flote como hojas de otoño en el río, mientras que muchos otros se hunden cual moneda en la fuente de los deseos. Así como la moneda se lanza fervientemente al universo del “deseo que se haga realidad”, también se hunden en el agua cristalina.
Como toda soñadora con dudas existenciales, siempre tuve mil y una ideas sobre lo que me gustaría que fuera mi vida. Tomé cursos intensivos, leí libros y pasé horas viendo videos sobre cómo eficientar mi tiempo, rutina y relaciones personales. No quiero decir que no fuera de utilidad; de hecho, puedo asegurar que muchos aspectos de mi vida mejoraron. Sin embargo, algo muy dentro de mí me decía que me hacía falta algo, tal vez porque en el fondo sabía que no estaba dando mi cien por ciento o porque simplemente me faltaba descubrir ese algo que llenara por completo mi vida.
Con el pasar de los años, perfeccioné mi comprensión de la palabra “sueños”. Al menos en el ámbito personal, puedo decir que ha cambiado conforme mi vida ha avanzado. Cuando somos niños, jamás pensamos en los sueños; por lo general, los vivimos diariamente, aunque no nos damos cuenta. Recuerdo que, cuando era una niña, pasaba la mayor parte de mi tiempo escribiendo historias maravillosas sobre seres mágicos que vivían increíbles aventuras. Claro, de haber sabido que mis “voces improvisadas” para los personajes me harían parecer loca, hubiera perfeccionado mi técnica. Recuerdo bien la primera vez que mi mamá me escuchó; me encontró con el trapeador de la cocina en la escalera junto al baño. No sé qué era, pero el girar de los cabellos improvisados del trapeador y su movimiento giratorio me parecían hipnotizantes. La vi girar la base del trapeador sucio mientras una que otra murusa caía en mi rostro, y dijo: “¿Con quién hablas, hija?”. Yo, entre mi inocencia y mi vergüenza, respondí: “Son las voces de mis personajes”. Desde ese momento, mi madre seguramente pensó si debería preocuparse o simplemente sonreír con gracia, mientras pensaba si debía prestar más atención a otras señales solo para estar preparada. Ahora río porque, en mi inocencia, creía que estaba jugando correctamente, y eso jamás me detuvo en realidad. Pero esas historias dejaron más en mí que solo un juego de la niñez.
Conforme avanzaba, mis historias se convirtieron en aventuras más elaboradas. Comencé a escribir mi primera novela de fantasía, hice dibujos y escribí todo a mano en un cuaderno de tapa gruesa que mi madre me compró. Puse gran parte de mis horas libres en él; estaba tan orgullosa de mi don que le di a mi madre los primeros escritos para que los leyera. Mis ojos brillaron la primera vez que le pregunté: “¿Qué te pareció?”. Mi madre, sin quitar la mirada del escrito, me dijo: “Está bien”, sin decir más. Mi madurez en ese momento no me permitió entender bien lo que pasaba. “¿Le había gustado?”, “¿Fue horrible?”, “Sabía que debía cambiar a ese personaje”. Miles de cosas pasaron por mi mente; tal vez el tiempo y las críticas marchitaron un poco mis deseos de escribir, pero muy en el fondo lo amaba.
Mis sueños tuvieron línea directa con mi madurez a medida que pasaron los años. Incluso me atrevo a decir que evolucionaron. En la niñez, como todo capullo que empieza a florecer, me concentré en mi inocente mundo de fantasía, lo cual me llevó a desarrollarlo en historias sobre todo lo que veía. No pasaba un día sin que dejara de crear, y eso se trasladaba a mi realidad con juegos que muchas veces llevaban a la burla. Sin embargo, parecía algo tan natural en mí que, por más que lo intentaba ocultar, no era capaz, a pesar de las burlas.
Mi personalidad tampoco ayudaba del todo; fui algo distraída y un poco inocente. Incluso a veces me cuesta recordar ciertas cosas de mi pasado. Siempre me he preguntado por qué mi experiencia fue tan distinta de la que cuenta mi madre. Muchas charlas con ella parecen haber sido vividas por alguien más cuando me las cuenta con algo de nostalgia, como las dificultades económicas que requirieron más esfuerzo de ambas y los momentos de mayor dolor que solo vivimos juntas. Muchos de esos detalles no logro recordar; a veces creo que mi propio cerebro los bloqueó por mi propia seguridad. Hasta llegué a pensar que tal vez no era lo suficientemente fuerte para enfrentarlos.
Es curioso cómo la memoria selectiva, mi imaginación e inocencia fueron tan significativas para mi crecimiento. Si me preguntas cuál es mi mejor recuerdo de la infancia, sería aquellos juegos con mamá al despertar un domingo, una de las pocas veces que nuestra rutina era tan abrumadora que decidimos despertar tarde y quedarnos en la cama un rato a charlar, lo cual era raro por sí mismo gracias a la naturaleza de mi madre, algo seria y poco parlanchina en comparación conmigo. Lo que comenzaba con un fuerte abrazo, en el que yo intentaba no sofocarme, terminaba en pruebas de fuerza intentando escapar. Esos juegos, con un poco de forcejeo entre risas, eran mis favoritos. Siempre fue más fuerte que yo, incluso al día de hoy. Siempre tuvo ese toque: una mujer fuerte, pero al mismo tiempo divertida, con un corazón enorme que ama con intensidad. Sé que siempre puedo contar con ella, aunque no me entienda del todo. Si lo pienso bien, tal vez usó su escudo para protegerme de la realidad, para que en mi mente solo almacenara buenos momentos.
En mis sueños, siempre regreso a esa casa. Pareciera que todas esas historias almacenadas en mi memoria quisieran salir a la luz de alguna manera. Veo pequeños destellos de fantasía combinados con realidad, como en mi niñez, y al despertar me quedo por unos momentos en la cama, tratando de descifrarlos. ¿Es verdad que los sueños son un portal al inconsciente o son una ventana para recordar aquello que hemos olvidado, pero es importante traer al presente? Alguna lección que ignoramos, algo valioso que ocultamos en las sombras. Yo logré ocultarme por mucho tiempo, mi verdadero ser, y más aún en la preparatoria, cuando comenzó todo…
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